Había una vez un pajarillo que desde que salió del cascarón cantaba como los mismísimos ángeles. El cante le venía de familia y del lugar donde nació.
Era tan hermoso oírlo cantar que todas las aves acudían cada día a su árbol para deleitarse con sus melodías. Tanto cantó y cantó; tanto se despreocupó de lo demás, que el pobre pajarillo se hizo adulto y todavía no había aprendido a volar. Nunca le hizo falta volar, siempre lo agasajaban con lindos gusanos, con jugosos insectos y otro muchos regalos, que nunca pensó que para sobrevivir, algún día le haría falta emprender su vuelo. Y así fue, después de 37 años, 8 grandes melodías compuestas desde su árbol, cantares que regaló a otros que quisieron cantar por él y muchos halagos recibidos, se dio cuenta que se sentía, en parte vacío. Ni una "rubia" que tocara le quitaba su agonía. Algo le faltaba, algo le sobraba, algo no tenía, o bien porqué en algún momento lo perdió o por no haberlo tenido nunca. Algo que no sabía lo que era, lo consumía. Creyó que fue el amor, ese amor que recibía de tantas y tantas que esperaban a su rama o voloteaban a su alrededor, siempre que no dejara de cantar. Cayó en el hecho que nunca antes había sentido necesidad de hacer algo diferente, de buscar su propio sino, de seguir un camino que, aunque cantando, no fuera una anilla en su pata, ni un ancla que lastre, ni una jaula de ironía, ni un árbol de cartón piedra en el decorado de la vida. Se armó de valor, se arrimó al filo de la rama y cerrando los ojos mientras se dejaba caer, pensó en "otras vidas" que pudo haber vivido, en otro pajarillo que, cantando como los ángeles, llevaría la música como bandera, el amor en su corazón, los pies en la tierra y la felicidad en el alama. Ese alma que, sin darse cuenta mientras caía, había abierto sus alas batiéndolas con energía, emprendiendo su primer vuelo, de su otra nueva vida.
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